domingo, 12 de mayo de 2013

A mi tía favorita



Te fuiste ayer en la madrugada. Imagino que fue si grandes aspavientos, en silencio; una manera humilde de abandonar este mundo. La llamada que me anunció tu muerte llegó a las cuatro de la mañana, casi a la misma hora que la que me informó de la de mi mamá, pero he de confesar que en esta ocasión no fue una noticia totalmente inesperada.

Hace poco menos de un mes te vi por última vez. Desde que dejaste de caminar, más de un año atrás, tu estado había sido estable. Tenías días mejores y otros peores, pero en general no perdías la lucidez que me asombraba tanto cada vez que recordabas a ciertas personas o acontecimientos. Esta ocasión fue distinto, una nube de olvido se había posado sobre tu mirada y, aunque en ciertos momentos parecía desaparecer, supe que algo comenzaba a empeorar.

Con el paso de los años he logrado controlar el miedo irracional que la idea de la muerte me generaba en la infancia. No se lo he perdido por completo, pero he llegado a entender una de las principales causas de tal temor: con la partida definitiva de las personas a las que queremos, familia o amigos, desaparecen fragmentos de nuestra propia historia, esa que sólo puede contar la otra parte involucrada. Ayer por la mañana, murió contigo una parte muy importante de mis 30 años de vida.

Siempre me pareciste una mujer imponente, un tanto osca, autoritaria. Imagino que eso tiene que ver con que la primera impresión que tuve de ti. Mamá y tú siempre contaban que minutos antes de que yo naciera, no había señales del doctor que se encargaría del parto. Las enfermeras te pedían que abandonaras el cuarto en el que ella estaba y tú, con la terquedad que siempre te distinguió, te negaste a hacerlo argumentando que no dejarías sola a tu hermana. Desde el seno de mi mamá, fui testigo del altercado, pero no contaba con que esa misma mujer que acababa de poner a las enfermeras en su lugar, sería la que me recibiría en la camilla, pues ni siquiera les di tiempo de llegar al quirófano. “Si no lo agarro, ese chiquito se iba a aporrear”, solías decir cada vez que relatabas el episodio.

Muchas de las cenas de Navidad durante mi niñez se hicieron en tu casa. Ahora sé que, entre otras cosas, era para que mi mamá pudiera escabullirse a casa y colocar los regalos que Santa Claus traía para mí y mis hermanas. De esas noches recuerdo la música de Sonia López y la Sonora Santanera, los platos de sopa de pasta con pavo asado y a ti regañándonos a todos los primos si corríamos por la calle o reventábamos cohetes en la calle, junto a la puerta.

Infaliblemente, tú eras la encargada de cortar los pasteles en las fiestas de cumpleaños. Tu debilidad por los dulces, esa misma que se convirtió en diabetes, era la culpable de que siempre terminaras chupándote los dedos que se te habían manchado de merengue y de que todos nos estuviéramos pendientes de ese momento para hacerte burla. Hoy pienso que esas burlas, las disfrutabas tanto como el pastel.

También tenías un lado menos agradable, como todas las personas. Podías ser posesiva, caprichosa, intransigente e, incluso, hiriente. Nadie es perfecto. Meses antes de que mamá muriera, estuviste también en cama y ella te cuidaba. Recuerdo que un día me confesó que por momentos no te aguantaba, que podías llegar a ser exasperante. No obstante, al día siguiente, regresaba a atenderte. Ese ha sido para mí el mayor ejemplo de amor y aceptación entre hermanos. A pesar de todo, ella te adoraba y sabía que podía contar contigo para todo. Tú tenías las mismas certezas respecto a ella. Por eso sufriste tanto cuando murió y durante los ocho años que le sobreviviste, nunca quisiste regresa a la casa donde vivimos esos últimos años. Hay heridas que nunca cierran y ausencias que llegan a asfixiar. Sé que sólo puedo hablar por mí, pero ese lado negativo, me lo mostraste muy pocas veces. Yo era tu nené, tu negrito, para el que siempre tenías sonrisas, besos y halagos. Fueron muchos los sábados que preparaste –o pediste que prepararan- mis comidas favoritas para recibirme como invitado en tu casa. Siempre me esperabas con una Coca-Cola y lista para calentarme mis tortillas.

Desde que me mudé a la Ciudad de México, te encargaste de hacerme saber por todos los medios que estabas muy pendiente de mí. Le pedías a Luli que me llamara al celular para poder escucharme y asegurarte de que estaba bien. Si de ti hubiera dependido, yo no hubiera salido de Mérida y, aunque cuestionabas mi decisión, siempre la respetaste. No recuerdo que fueras tan devota como mamá, pero siempre me decías que pedías por mí en tus oraciones y me dabas la bendición cada vez que me despedía de ti, para regresarme después de mis breves estancias en la ciudad.

Con tu partida se van historias que espero poder rescatar del olvido, anécdotas de viajes y esa forma de hablar tan onomatopéyica que me arrancó infinidad de  carcajadas. También parten recetas que intentaré reproducir cada vez que quiera recordar los sabores de casa, de tu casa. La historia de una mujer fuerte, complicada y terca –como solía describirte abuelita- ha llegado a su fin. Esa misma mujer también fue valiente y se atrevió a hacer cosas que en su época pocas se atrevían a hacer. Un ejemplo de coraje, lealtad e impulsividad cuando se trataba de defender a los suyos. Una amazona que soportaba el dolor, físico y espiritual, con una entereza que ya quisiera yo tener. Con tu partida, se va una parte muy valiosa de mí.

Descansa, es un derecho que te ganaste a pulso. No dudo que ahora estás disfrutando de la compañía de esas personas a las que decías ver –creo que mis ojos no estaban listos para verlas también- en tu habitación, en algunas de las ocasiones que te visité.  Las echabas de menos, como nosotros te echaremos de menos a ti. Sólo quienes han caído por el abismo oscuro de la muerte saben lo que hay en sus profundidades. Ahora tú ya lo sabes y quiero pensar, para seguir racionalizando mis miedos, que lo que ahí aguarda para todos nosotros es el reencuentro con esas personas que se nos adelantaron y que se llevaron parte de nuestra historia. Quiero pensar que ahí, tu historia está completa de nuevo, como la mía lo estará de nuevo el día que nos reencontremos.

¡Hasta pronto!

sábado, 30 de marzo de 2013

Lo que me gusta(ba) de ti


Me gustas. Me gusta cruzarme contigo y darte una de esas sonrisas tontas que se me dibujan en la cara cuando te veo. Me gusta que casi siempre, después de dar unos pasos, volteas, dices: “Oye…” y mencionas algún otro tema para alargar la conversación. Me gusta la manera en que te peinas. Me gusta tu forma de vestir. Me gusta tu sonrisa y cómo me miras cuando lo haces. Me gustan tus manos. Me gusta escuchar tu voz. Me gusta que me cambias el nombre. Me gusta caminar contigo por la calle. Me gusta prepararte sándwiches y que me pidas que no les ponga jitomate. Me gusta la emoción que expresas cuando escuchas alguna canción que te agrada. Me gusta que eres tranquilo. Me gusta que bailas. Me gusta que cantas. Me gusta saber que los musicales te ponen de buenas. Me gusta tu inteligencia. Me gusta tu pasión por tu trabajo. Me gusta que ves las cosas de manera positiva y que haces todo por contagiarme tu buena actitud. Me gusta cuando me buscas. Me gusta que te burles de mi acento. Me gusta que te cambias los zapatos por tenis antes de tomar el metro. Me gusta que practicas yoga y meditas. Me gusta que eres fan de Maroon 5. Me gusta que sientes debilidad por los dulces y los panes. Me gusta que no tienes coche. Me gusta que eres real. Me gusta que tienes una historia que seguramente no ha sido fácil y que quiero descubrir. Me gusta imaginar que también piensas en mí y que estás pendiente de mis movimientos. Me gusta tu disposición para aprender e investigar lo que no sabes. Me gusta que los viajes son prioridad en tu vida. Me gusta que me sigues la corriente. Me gusta que también a ti te cuesta trabajo despertar por la mañana. Me gusta que cuidas a tus amigos. Me gusta escribir mensajes o dedicarte canciones en secreto. Me gusta reír contigo.  Una cosa más: me gustaría saber si tú has hecho una lista de cosas que te agradan de mí y, si es así,  descubrir con un beso que la has hecho por las mismas razones que yo.

lunes, 4 de marzo de 2013

¡Feliz cumpleaños, Mamá!


La llamada fue breve y no por gusto, sino porque el crédito de la tarjeta no alcanzaba para más. Estabas celebrando tu cumpleaños número 62 y tenía que felicitarte de viva voz.

Cuando contestaron el teléfono me di cuenta de que, como era costumbre, la familia te estaba festejando. Eras el eslabón que nos mantenía a todos unidos y en ocasiones como esta quedaba más que claro.

Hablamos un rato y me dijiste que varias personas me querían saludar. Habían pasado algunos meses desde que me había ido de intercambio a Estados Unidos y aproveché para saludar a mis hermanas, a papá, a mis tíos y primos. Estaba a punto de colgar el teléfono y me dijeron que te pondrían de nuevo al auricular, que habías olvidado decirme algo.

-Te quiero mucho

Supongo que respondí que yo también con esa resistencia que siento, desde hace unos años, a expresar mis sentimientos con palabras. Nunca me imaginé que esa era la última vez que escucharía esa frase de tus labios. Nunca imaginé que esa sería la última vez que te escucharía hablar. De haberlo sabido habría dicho todas las cosas que tengo atoradas en la garganta desde hace exactamente 8 años.

Hoy estarías cumpliendo 70 y seguramente toda la familia estaría reunida en la casa para demostrarte lo importante que sigues siendo para nosotros. Me encantaría que estuvieras y poder repetirte hasta el cansancio que yo también te quiero mucho. Es más, me encantaría poder decirte que te amo.

Ya no estás, pero sé que me escuchas, que lees mis pensamientos, que me cuidas, que formas parte de mí. Y ahí, en esa dimensión en que la ahora habitas, seguramente estás recibiendo este mensaje: ¡Feliz cumpleaños, Mamá! Te amo.