domingo, 22 de abril de 2012

Mi crisis de los 30


El mismo día en que cumplí 29 años comencé a vivir mi crisis de los 30. Sinceramente, no me sorprendió en lo absoluto dada mi comprobada tendencia a siempre estar preocupado por el futuro y las sorpresas que me depara. Por otro lado, tampoco me pareció una idea descabellada si tomamos en cuenta que el cumplir 29 marcó el inicio de mi año 30, mismo que concluirá el 18 de julio de 2012.

Llegar a tres décadas no es poca cosa, sobre todo, si consideramos que han habido personas a quienes la vida les ha negado la oportunidad y eso basta para estar agradecido. Y si haber permanecido sobre la tierra 10,950 días –más los respectivos 270 de gestación- ya constituye un triunfo por si mismo, ¿por qué no puedo evitar sentir que he desperdiciado el tiempo?

Tal vez se deba a que los 30 son una edad de gente mayor o, al menos, eso era lo que pensaba en la adolescencia. A esta edad la gente ya es dueña de una casa, de uno o varios coches, ya tiene el trabajo de sus sueños y el correspondiente éxito profesional, viaja por el mundo, compra todo lo que le gusta, come en los mejores restaurantes, tiene una existencia perfecta… ¿no es así, Carlos Slim Domit?

Yo no tuve tanta suerte. Corrijo: Yo tuve una suerte distinta. A los 5 años, aprendí a leer y escribir en casa, bajo la instrucción de mi mamá, que en lugar de dejarme ir a jugar con mi vecino de en frente me hacía copiar pasajes de cuentos infantiles y me hacía repetir diez veces cada palabra que escribía incorrectamente. Supongo que eso explica mi actual aversión por las faltas de ortografía y el por qué me apasioné por la lectura hasta graduarme de la universidad.

Visité Disneyland por primera vez a los 6 años. Desafortunadamente, mi memoria es igual de flaca que yo y recuerdo muy pocas cosas de esa experiencia que debe haber sido maravillosa. Al regresar, dieron inicio las clases de inglés que se prolongaron por unos 6 o 7 años, mismos en los que con absoluta inconstancia practiqué natación, atletismo, gimnasia olímpica, basquetball, una clase perdida de karate y todas con el menor éxito posible. A ellas siguieron las de francés y gran cantidad de reconocimientos por un buen aprovechamiento académico.

Las clases de manejo iniciaron desde los 11 en las visitas que hacíamos a la casa familiar de la playa; el permiso de conducir, a los 16, y la primera vez que me dieron el coche para ir a la escuela a los 17. El primer cigarro llegó en la preparatoria y la primera visita al antro, hasta bien cumplidos los 18. La lógica me dice que los primeros tragos llegaron en esa misma época pero no recuerdo el momento preciso.
Del primer beso y la primera vez, mejor no hablemos.

La muerte golpeó a mi familia cuando tenía 18 años. Acababa de regresar de un verano en Canadá cuando el cáncer acabó con mi abuelita. Nos noqueó cuando tenía 22, al arrancarnos a mi mamá. Me encontraba estudiando en Estados Unidos y no pude despedirme. Seguimos en proceso de recuperación.

A los 26, viajé a Madrid para estudiar una maestría y huir de una realidad que en ese momento me agobiaba; sigo pagándola, así como los viajes a países cercanos que hice durante ese año. Hice grandes amigos, extrañé mi casa, a mis amigos, a mi familia, a mi mascota. También incursioné al mundo de la moda y al sector editorial, que durante los últimos años me han dado grandes satisfacciones y profundas decepciones.

Hace un año y tres meses decidí mudarme a la Ciudad de México; seis meses más tarde hizo su entrada triunfal la Crisis de los 30. Ese día me prometí que iba a vivir un año intenso, un año de primeras veces que siempre pospuse por miedoso, prejuicioso o “maduro”. Las cosas no han ido tan mal. Llevo un taller de creación literaria y dos de teatro, un Vive Latino vivido a nivel de cancha, algunas fiestas prolongadas hasta el día siguiente, buenos amigos, pláticas honestas, meses de terapia, unas vacaciones en Brasil, algunas otras cosas "inconfesables" y lo que queda por venir.

Los pendientes son todavía muchos: un tatuaje que compense la insuficiencia de cicatrices y huesos rotos que hablan de mi poco espíritu aventurero, un one night stand, un threesome, un tórrido romance, muchos más besos, fiestas, ligues, encuentros, desencuentros, bienvenidas y despedidas, roadtrips, mudanzas… Tal vez nunca me anime a saltar de un paracaídas o a subirme a esas montañas rusas monumentales que siempre me han aterrado; tal vez sí. Yo mismo me he sorprendido a lo largo de este último año y espero seguir haciéndolo.

Estoy en busca de un lugar para echar raíces, pero hasta este momento no lo he encontrado o puede ser que no me haya dado cuenta de que ya estoy ahí. Hoy estoy aquí y, aunque mañana podría no estarlo, lo importante es que HOY ESTOY AQUÍ. El ayer ya fue y el mañana todavía no llega, así que todo lo que tengo es mi aquí y mi ahora. Eso es válido para los que estamos a punto de llegar a los 30, pero también para los de 40, 50, 60 o más. Según las estadísticas me quedarán 34.9 años por vivir después de mi próximo cumpleaños y, con todo el empeño que siempre aplico en lo que me propongo, he decidido que sean los mejores del resto de mi vida. A final de cuentas, las estadísticas no siempre se cumplen y dosificar la vida es tan absurdo como sentarse bajo del sol con un helado en la mano a esperar el momento perfecto para comérselo.