El mismo día en que
cumplí 29 años comencé a vivir mi crisis de los 30. Sinceramente, no me
sorprendió en lo absoluto dada mi comprobada tendencia a siempre estar
preocupado por el futuro y las sorpresas que me depara. Por otro lado, tampoco
me pareció una idea descabellada si tomamos en cuenta que el cumplir 29 marcó
el inicio de mi año 30, mismo que concluirá el 18 de julio de 2012.
Llegar a tres décadas
no es poca cosa, sobre todo, si consideramos que han habido personas a quienes
la vida les ha negado la oportunidad y eso basta para estar agradecido. Y si
haber permanecido sobre la tierra 10,950 días –más los respectivos 270 de
gestación- ya constituye un triunfo por si mismo, ¿por qué no puedo evitar
sentir que he desperdiciado el tiempo?
Tal vez se deba a que
los 30 son una edad de gente mayor o, al menos, eso era lo que pensaba en la
adolescencia. A esta edad la gente ya es dueña de una casa, de uno o varios
coches, ya tiene el trabajo de sus sueños y el correspondiente éxito
profesional, viaja por el mundo, compra todo lo que le gusta, come en los
mejores restaurantes, tiene una existencia perfecta… ¿no
es así, Carlos Slim Domit?
Yo no tuve tanta
suerte. Corrijo: Yo tuve una suerte distinta. A los 5 años, aprendí a leer y
escribir en casa, bajo la instrucción de mi mamá, que en lugar de dejarme ir a
jugar con mi vecino de en frente me hacía copiar pasajes de cuentos infantiles
y me hacía repetir diez veces cada palabra que escribía incorrectamente.
Supongo que eso explica mi actual aversión por las faltas de ortografía y el
por qué me apasioné por la lectura hasta graduarme de la universidad.
Visité Disneyland por
primera vez a los 6 años. Desafortunadamente, mi memoria es igual de flaca
que yo y recuerdo muy pocas cosas de esa experiencia que debe haber sido
maravillosa. Al regresar, dieron inicio las clases de inglés que se prolongaron
por unos 6 o 7 años, mismos en los que con absoluta inconstancia practiqué
natación, atletismo, gimnasia olímpica, basquetball, una clase perdida de
karate y todas con el menor éxito posible. A ellas siguieron las de francés y
gran cantidad de reconocimientos por un buen aprovechamiento académico.
Las clases de manejo
iniciaron desde los 11 en las visitas que hacíamos a la casa familiar de la
playa; el permiso de conducir, a los 16, y la primera vez que me dieron el
coche para ir a la escuela a los 17. El primer cigarro llegó en la
preparatoria y la primera visita al antro, hasta bien cumplidos los 18. La
lógica me dice que los primeros tragos llegaron en esa misma época pero no
recuerdo el momento preciso.
Del primer beso y la
primera vez, mejor no hablemos.
La muerte golpeó a mi
familia cuando tenía 18 años. Acababa de regresar de un verano en Canadá cuando el cáncer acabó con mi abuelita. Nos
noqueó cuando tenía 22, al arrancarnos a mi mamá. Me encontraba estudiando en
Estados Unidos y no pude despedirme. Seguimos en proceso de recuperación.
A los 26, viajé a
Madrid para estudiar una maestría y huir de una realidad que en ese momento me
agobiaba; sigo pagándola, así como los viajes a países cercanos que hice
durante ese año. Hice grandes amigos, extrañé mi casa, a mis amigos, a mi
familia, a mi mascota. También incursioné al mundo de la moda y al sector
editorial, que durante los últimos años me han dado grandes satisfacciones y
profundas decepciones.
Hace un año y tres
meses decidí mudarme a la Ciudad de México; seis meses más tarde hizo su
entrada triunfal la Crisis de los 30. Ese día me prometí que iba a vivir un año
intenso, un año de primeras veces que siempre pospuse por miedoso, prejuicioso
o “maduro”. Las cosas no han ido tan mal. Llevo un taller de creación literaria
y dos de teatro, un Vive Latino vivido a nivel de cancha, algunas fiestas
prolongadas hasta el día siguiente, buenos amigos, pláticas honestas, meses de
terapia, unas vacaciones en Brasil, algunas otras cosas "inconfesables" y lo que queda por venir.
Los pendientes son
todavía muchos: un tatuaje que compense la insuficiencia de cicatrices y huesos
rotos que hablan de mi poco espíritu aventurero, un one night stand, un threesome,
un tórrido romance, muchos más besos, fiestas, ligues, encuentros,
desencuentros, bienvenidas y despedidas, roadtrips,
mudanzas… Tal vez nunca me anime a saltar de un paracaídas o a subirme a esas
montañas rusas monumentales que siempre me han aterrado; tal vez sí. Yo mismo
me he sorprendido a lo largo de este último año y espero seguir haciéndolo.
Estoy en busca de un
lugar para echar raíces, pero hasta este momento no lo he encontrado o puede
ser que no me haya dado cuenta de que ya estoy ahí. Hoy estoy aquí y, aunque
mañana podría no estarlo, lo importante es que HOY ESTOY AQUÍ. El ayer ya fue y
el mañana todavía no llega, así que todo lo que tengo es mi aquí y mi ahora.
Eso es válido para los que estamos a punto de llegar a los 30, pero también
para los de 40, 50, 60 o más. Según las estadísticas me quedarán 34.9 años por
vivir después de mi próximo cumpleaños y, con todo el empeño que siempre aplico
en lo que me propongo, he decidido que sean los mejores del resto de mi vida. A
final de cuentas, las estadísticas no siempre se cumplen y dosificar la vida es
tan absurdo como sentarse bajo del sol con un helado en la mano a esperar el
momento perfecto para comérselo.
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