domingo, 23 de marzo de 2014

In Memoriam


La pregunta me sorprendió, tal vez, por ser tan clara y directa: “¿Crees que si tu mamá no hubiera muerto estarías en el lugar en el que te encuentras ahora?”.

Tarde unos segundo en articular el “No” que di como respuesta y no fue por no tenerlo claro, sino porque, en el fondo, me pareció que no era políticamente correcto hacer ese tipo de aseveración.

En aquel momento, justifiqué mi respuesta, pero la pregunto continuó dando vueltas por mi cabeza durante varios días. “El hubiera no existe”, escucho más frecuentemente de lo que me gustaría y es verdad. Nada en esta vida se rige por ese tiempo gramatical ubicado en una realidad alterna, distinta a la que nos toca vivir. Responder a ese tipo de preguntas nos ciñe a un mundo de hipótesis y suposiciones que nunca, ningún ser humano normal, será capaz de comprobar o demostrar. Eso es lo que hice aquella noche, suponer e imaginar cómo sería mi vida si mi mamá no hubiera muerto de manera tan inesperada en el momento que, a mi parecer, fue el más desafortunado.

No obstante, en el fondo creo que si siguiera viva, todo sería totalmente diferente. Su muerte me enfrentó, a mis 22 años, a la vida de adulto que muchas personas de mi generación enfrentaron mucho más tarde. Me forzó a ver una realidad que siempre había estado filtrada por su presencia: la situación real de mi familia, mi desorden interno, la vida laboral verdadera, la libertad abrumadora…

El trabajo fue mi manera de evadirme. Y así pasé por un puesto burocrático en una dependencia pública, por varias escuelas como profesor, por maestro de idiomas e, incluso, por agente comercial de una empresa de tractores y maquinaria pesada. Nada me hacía feliz, en gran parte por mi duelo, pero en gran medida, también, porque hasta ese momento no había encontrado mi pasión en la vida. Decidí alejarme, poner tierra de por medio, para perseguir un sueño que aún no tenía claro y también para romper con ese círculo vicioso en que se habían convertido mis días.

A la distancia valoré a mi familia y a mis verdaderos amigos; a esas personas que están y siempre han estado, a pesar de haberles mostrado mi lado más oscuro. A quienes sin perseguir ningún interés aguantaron mis peores ratos, mis malos humores, esa tristeza que me envolvía como una nube gris que no me permitía ver el sol que resplandecía detrás de ella. A la distancia, entré en contacto por primera vez con el trabajo en una revista. A la distancia, extrañé como loco las llamadas o correos electrónicos de mi mamá en los que me preguntaba cómo estaba y me daba consejos para cuidar mi salud. Todo cambia con la distancia, con el tiempo, con la muerte…

¿Sería distinta el trayecto que he recorrido si mi mamá siguiera viva? Seguramente sí, aunque no me queda muy claro de qué manera. Durante la última plática seria que tuve con ella, reconoció que el hecho de haberme alejado de casa me había hecho madurar y se mostró muy contenta por ello. Ella sabía que esa distancia, si bien resultaba dolorosa, también era enriquecedora. Ella misma decía que cuando una persona va a morir, hay algo, acaso un instinto, que los hace despedirse de las personas a las que más quieren. “Lucha por alcanzar tus objetivos”, me dijo y sigo pensando que aquella frase fue su despedida.

Si la decisión hubiese dependido de ella, creo que no se hubiera muerto. Si la decisión hubiese dependido de mí o de cualquiera de las personas a las que su muerte nos cayó encima como una roca de peso insoportable, tampoco. A la vida esas cosas le dan igual. Pasa lo que tiene que pasar en el momento que tiene que pasar, le duela a quien le duela, le pese a quien le pese. No tengo el poder de cambiar esos hechos, nadie a quien yo conozca lo tiene. El único poder que si tengo es el de decidir como me afectan y de qué manera enfrento mis circunstancias. Sí, mi vida sería diferente si mi mamá todavía estuviera para aguantar mis malos humores y para decirme que no debo dejar que la vida me amargue; para darme un beso y un abrazo cuando más lo necesito sin tener necesidad de pedírselo; para calentarme las tortillas a la hora de comer; para ser la primera en felicitarme los días de mi cumpleaños; para decirme que me cuide cada vez que salgo de viaje; para tantas cosas que solo ella era capaz de hacer.

Hace nueve años que se murió y hace esos mismos años que comenzó a forjarse la personalidad del hombre que soy el día de hoy. ¿Mejor o peor? No lo sé. ¿Fuerte? Definitivamente, sí. Eso es lo que me ha dejado su partida: mi peor miedo se hizo realidad y fui capaz de sobrevivir. Si yo pude, todos podemos, pues no hay nada que me haga distinto a cualquier otra persona. Eso es lo que ella hubiese querido y lo que me enseñó con su ejemplo durante el tiempo que la tuve a mi lado.


Hoy, estoy en un punto de mi vida en el que siento una plenitud que hace mucho tiempo no sentía y no digo que siempre será así. En ocasiones, la vida nos golpea con toda su fuerza, nos tira al suelo y nos hunde tanto como puede. Así es y así seguirá siendo. Se avecinan más pérdidas, más golpes, más momentos difíciles y no sé hasta que punto voy a ser capaz de aguantarlos. Lo único que espero es que, desde donde esté, sepa que su recuerdo es uno de los motores que me dan fuerza para seguir adelante. Ojalá mis logros, grandes o pequeños, le hagan sentir orgullo de la misma manera que yo lo hago por haber tenido a una madre como ella. No quiero que mis palabras se malinterpreten: si tuviera el superpoder de cambiar el curso de mi historia, lo haría. No lo tengo y no creo algún día tenerlo; ella tampoco lo tenía. Finalmente lo he aceptado y estoy en paz con ella, conmigo y con la vida.