Te fuiste ayer en la madrugada. Imagino que fue si grandes
aspavientos, en silencio; una manera humilde de abandonar este mundo. La
llamada que me anunció tu muerte llegó a las cuatro de la mañana, casi a la
misma hora que la que me informó de la de mi mamá, pero he de confesar que en
esta ocasión no fue una noticia totalmente inesperada.
Hace poco menos de un mes te vi por última vez. Desde que
dejaste de caminar, más de un año atrás, tu estado había sido estable. Tenías
días mejores y otros peores, pero en general no perdías la lucidez que me
asombraba tanto cada vez que recordabas a ciertas personas o acontecimientos.
Esta ocasión fue distinto, una nube de olvido se había posado sobre tu mirada
y, aunque en ciertos momentos parecía desaparecer, supe que algo comenzaba a
empeorar.
Con el paso de los años he logrado controlar el miedo
irracional que la idea de la muerte me generaba en la infancia. No se lo he
perdido por completo, pero he llegado a entender una de las principales causas
de tal temor: con la partida definitiva de las personas a las que queremos,
familia o amigos, desaparecen fragmentos de nuestra propia historia, esa que
sólo puede contar la otra parte involucrada. Ayer por la mañana, murió contigo
una parte muy importante de mis 30 años de vida.
Siempre me pareciste una mujer imponente, un tanto osca,
autoritaria. Imagino que eso tiene que ver con que la primera impresión que
tuve de ti. Mamá y tú siempre contaban que minutos antes de que yo naciera, no
había señales del doctor que se encargaría del parto. Las enfermeras te pedían
que abandonaras el cuarto en el que ella estaba y tú, con la terquedad que
siempre te distinguió, te negaste a hacerlo argumentando que no dejarías sola a
tu hermana. Desde el seno de mi mamá, fui testigo del altercado, pero no
contaba con que esa misma mujer que acababa de poner a las enfermeras en su
lugar, sería la que me recibiría en la camilla, pues ni siquiera les di tiempo
de llegar al quirófano. “Si no lo agarro, ese chiquito se iba a aporrear”,
solías decir cada vez que relatabas el episodio.
Muchas de las cenas de Navidad durante mi niñez se hicieron
en tu casa. Ahora sé que, entre otras cosas, era para que mi mamá pudiera
escabullirse a casa y colocar los regalos que Santa Claus traía para mí y mis
hermanas. De esas noches recuerdo la música de Sonia López y la Sonora
Santanera, los platos de sopa de pasta con pavo asado y a ti regañándonos a
todos los primos si corríamos por la calle o reventábamos cohetes en la calle,
junto a la puerta.
Infaliblemente, tú eras la encargada de cortar los pasteles
en las fiestas de cumpleaños. Tu debilidad por los dulces, esa misma que se
convirtió en diabetes, era la culpable de que siempre terminaras chupándote los
dedos que se te habían manchado de merengue y de que todos nos estuviéramos
pendientes de ese momento para hacerte burla. Hoy pienso que esas burlas, las
disfrutabas tanto como el pastel.
También tenías un lado menos agradable, como todas las
personas. Podías ser posesiva, caprichosa, intransigente e, incluso, hiriente. Nadie
es perfecto. Meses antes de que mamá muriera, estuviste también en cama y ella
te cuidaba. Recuerdo que un día me confesó que por momentos no te aguantaba,
que podías llegar a ser exasperante. No obstante, al día siguiente, regresaba a
atenderte. Ese ha sido para mí el mayor ejemplo de amor y aceptación entre
hermanos. A pesar de todo, ella te adoraba y sabía que podía contar contigo
para todo. Tú tenías las mismas certezas respecto a ella. Por eso sufriste
tanto cuando murió y durante los ocho años que le sobreviviste, nunca quisiste
regresa a la casa donde vivimos esos últimos años. Hay heridas que nunca
cierran y ausencias que llegan a asfixiar. Sé que sólo puedo hablar por mí,
pero ese lado negativo, me lo mostraste muy pocas veces. Yo era tu nené, tu
negrito, para el que siempre tenías sonrisas, besos y halagos. Fueron muchos
los sábados que preparaste –o pediste que prepararan- mis comidas favoritas
para recibirme como invitado en tu casa. Siempre me esperabas con una Coca-Cola
y lista para calentarme mis tortillas.
Desde que me mudé a la Ciudad de México, te encargaste de
hacerme saber por todos los medios que estabas muy pendiente de mí. Le pedías a
Luli que me llamara al celular para poder escucharme y asegurarte de que estaba
bien. Si de ti hubiera dependido, yo no hubiera salido de Mérida y, aunque
cuestionabas mi decisión, siempre la respetaste. No recuerdo que fueras tan
devota como mamá, pero siempre me decías que pedías por mí en tus oraciones y
me dabas la bendición cada vez que me despedía de ti, para regresarme después
de mis breves estancias en la ciudad.
Con tu partida se van historias que espero poder rescatar
del olvido, anécdotas de viajes y esa forma de hablar tan onomatopéyica que me
arrancó infinidad de carcajadas.
También parten recetas que intentaré reproducir cada vez que quiera recordar
los sabores de casa, de tu casa. La historia de una mujer fuerte, complicada y
terca –como solía describirte abuelita- ha llegado a su fin. Esa misma mujer
también fue valiente y se atrevió a hacer cosas que en su época pocas se
atrevían a hacer. Un ejemplo de coraje, lealtad e impulsividad cuando se
trataba de defender a los suyos. Una amazona que soportaba el dolor, físico y
espiritual, con una entereza que ya quisiera yo tener. Con tu partida, se va
una parte muy valiosa de mí.
Descansa, es un derecho que te ganaste a pulso. No dudo que
ahora estás disfrutando de la compañía de esas personas a las que decías ver
–creo que mis ojos no estaban listos para verlas también- en tu habitación, en
algunas de las ocasiones que te visité.
Las echabas de menos, como nosotros te echaremos de menos a ti. Sólo
quienes han caído por el abismo oscuro de la muerte saben lo que hay en sus
profundidades. Ahora tú ya lo sabes y quiero pensar, para seguir racionalizando
mis miedos, que lo que ahí aguarda para todos nosotros es el reencuentro con
esas personas que se nos adelantaron y que se llevaron parte de nuestra
historia. Quiero pensar que ahí, tu historia está completa de nuevo, como la
mía lo estará de nuevo el día que nos reencontremos.
¡Hasta pronto!
Me encanta tu sensibilidad, siempre patente a través de tus líneas, sabes plasmar tus vivencias a la perfección, esas que siempre sigo porque con tu escritura nos haces partícipes de todas tus vivencias amigo y siento que estás más cerca a pesar de los kilómetros de océano que separan España de México. No olvides que te quiero. Pureza
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