¿Alguna vez han visto a alguien romperse el cuello? Yo sí.
Viajar nos permite admirar escenas y paisajes maravillosas, pero también ser
testigos de momentos que se graban en la memoria y la corroen a la mínima
provocación.
Hace unos días, mientras disfrutaba de una plática con un
par de amigos a la orilla de la playa en Antigua –en el Caribe–, presencié una
de las escenas más aterradoras de mi vida. Un turista, que perfectamente podría
tener mi misma edad, se dejó llevar por el impulso de correr hacia el mar y
aventarse un clavado. Un cálculo poco preciso, una ola malintencionada y una
implacable fuerza de gravedad bastaron para convertir un cuerpo rebosante de
vida en un bulto inerte que flotaba a merced de la marea.
Mi primera reacción fue pensar que aquel hombre quería
jugarnos una broma pesada a todos los que atónitos mirábamos la escena sin
saber como reaccionar. Ante la tragedia, muchos tendemos a contener la
respiración y mantenernos inmóviles; preferimos que otros ojos juzguen las
cosas por lo que realmente son. “Se está ahogando”, dijo un buen amigo,
mientras corría hacia el mar para arrastrarlo a la orilla.
La expresión en el rostro de aquel hombre era inexistente;
no había una sola mueca de dolor. Apenas se percibía un susurro que decía: “No
me puedo mover”. Sus ojos, más azules que el mar que seguía bañándolo, emitían
un grito silencioso de desesperación. Cruzar mi mirada con la de aquel
desconocido equivalió a adentrarme en el territorio del terror absoluto. No
pude hacer otra cosa más que voltear hacia otro lado y limitarme a no estorbar a quienes, con
mayor ecuanimidad, lo auxiliaron en espera de una ambulancia.
No he podido sacar de mi cabeza aquella mirada; algunas
noches he despertado con sobresaltos para darme cuenta de que, en sueños, estaba
viviendo nuevamente la escena. Poco sé del desenlace de los sucesos en la vida
de aquel turista. Al parecer, el diagnóstico no era muy prometedor y habían
altas probabilidades de que quedara paralítico. Siempre lo decimos, pero darnos
cuenta de cómo la vida puede cambiar en un segundo es algo ante lo que uno no
puede permanecer indiferente.
Todos hemos tenido arranques de euforia, todos hemos tomado
impulso para saltar al vacío –físico o mental–, todos hemos optado por opciones
poco convenientes. La diferencia, es que, en su mayoría, no hemos tenido que
pagar consecuencias permanentes ante nuestras malas decisiones. Esa es la
lección que me queda de aquel mal trago: somos frágiles, mucho más de lo que
queremos aceptar. Un segundo somos seres totalmente autónomos y al siguiente,
podemos estar dependiendo por completo de alguien que, por casualidad, se
encuentre junto a nosotros. No debemos olvidarlo, lo cual no significa
paralizarnos ante la vida. Más bien, tendríamos que dar cada paso, aspirar cara
aroma, morder cada alimento con una infinita gratitud. Ojalá nadie tuviera que
enfrentarse a una situación similar, ni yo que escribo estas líneas ni nadie
que las lea; nadie en absoluto. Desafortunadamente, la historia volverá a
repetirse, en ese y en otros tanto puntos del planeta. Si ese fuera el caso, confío
en haber aprovechado al máximo todos y cada uno de los días precedentes, y
haber permitido que la vida resonara con toda su intensidad en mi interior.
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