domingo, 27 de abril de 2014

A aquel turista desconocido


¿Alguna vez han visto a alguien romperse el cuello? Yo sí. Viajar nos permite admirar escenas y paisajes maravillosas, pero también ser testigos de momentos que se graban en la memoria y la corroen a la mínima provocación.

Hace unos días, mientras disfrutaba de una plática con un par de amigos a la orilla de la playa en Antigua –en el Caribe–, presencié una de las escenas más aterradoras de mi vida. Un turista, que perfectamente podría tener mi misma edad, se dejó llevar por el impulso de correr hacia el mar y aventarse un clavado. Un cálculo poco preciso, una ola malintencionada y una implacable fuerza de gravedad bastaron para convertir un cuerpo rebosante de vida en un bulto inerte que flotaba a merced de la marea.

Mi primera reacción fue pensar que aquel hombre quería jugarnos una broma pesada a todos los que atónitos mirábamos la escena sin saber como reaccionar. Ante la tragedia, muchos tendemos a contener la respiración y mantenernos inmóviles; preferimos que otros ojos juzguen las cosas por lo que realmente son. “Se está ahogando”, dijo un buen amigo, mientras corría hacia el mar para arrastrarlo a la orilla.

La expresión en el rostro de aquel hombre era inexistente; no había una sola mueca de dolor. Apenas se percibía un susurro que decía: “No me puedo mover”. Sus ojos, más azules que el mar que seguía bañándolo, emitían un grito silencioso de desesperación. Cruzar mi mirada con la de aquel desconocido equivalió a adentrarme en el territorio del terror absoluto. No pude hacer otra cosa más que voltear  hacia otro lado y limitarme a no estorbar a quienes, con mayor ecuanimidad, lo auxiliaron en espera de una ambulancia.

No he podido sacar de mi cabeza aquella mirada; algunas noches he despertado con sobresaltos para darme cuenta de que, en sueños, estaba viviendo nuevamente la escena. Poco sé del desenlace de los sucesos en la vida de aquel turista. Al parecer, el diagnóstico no era muy prometedor y habían altas probabilidades de que quedara paralítico. Siempre lo decimos, pero darnos cuenta de cómo la vida puede cambiar en un segundo es algo ante lo que uno no puede permanecer indiferente.


Todos hemos tenido arranques de euforia, todos hemos tomado impulso para saltar al vacío –físico o mental–, todos hemos optado por opciones poco convenientes. La diferencia, es que, en su mayoría, no hemos tenido que pagar consecuencias permanentes ante nuestras malas decisiones. Esa es la lección que me queda de aquel mal trago: somos frágiles, mucho más de lo que queremos aceptar. Un segundo somos seres totalmente autónomos y al siguiente, podemos estar dependiendo por completo de alguien que, por casualidad, se encuentre junto a nosotros. No debemos olvidarlo, lo cual no significa paralizarnos ante la vida. Más bien, tendríamos que dar cada paso, aspirar cara aroma, morder cada alimento con una infinita gratitud. Ojalá nadie tuviera que enfrentarse a una situación similar, ni yo que escribo estas líneas ni nadie que las lea; nadie en absoluto. Desafortunadamente, la historia volverá a repetirse, en ese y en otros tanto puntos del planeta. Si ese fuera el caso, confío en haber aprovechado al máximo todos y cada uno de los días precedentes, y haber permitido que la vida resonara con toda su intensidad en mi interior.

domingo, 23 de marzo de 2014

In Memoriam


La pregunta me sorprendió, tal vez, por ser tan clara y directa: “¿Crees que si tu mamá no hubiera muerto estarías en el lugar en el que te encuentras ahora?”.

Tarde unos segundo en articular el “No” que di como respuesta y no fue por no tenerlo claro, sino porque, en el fondo, me pareció que no era políticamente correcto hacer ese tipo de aseveración.

En aquel momento, justifiqué mi respuesta, pero la pregunto continuó dando vueltas por mi cabeza durante varios días. “El hubiera no existe”, escucho más frecuentemente de lo que me gustaría y es verdad. Nada en esta vida se rige por ese tiempo gramatical ubicado en una realidad alterna, distinta a la que nos toca vivir. Responder a ese tipo de preguntas nos ciñe a un mundo de hipótesis y suposiciones que nunca, ningún ser humano normal, será capaz de comprobar o demostrar. Eso es lo que hice aquella noche, suponer e imaginar cómo sería mi vida si mi mamá no hubiera muerto de manera tan inesperada en el momento que, a mi parecer, fue el más desafortunado.

No obstante, en el fondo creo que si siguiera viva, todo sería totalmente diferente. Su muerte me enfrentó, a mis 22 años, a la vida de adulto que muchas personas de mi generación enfrentaron mucho más tarde. Me forzó a ver una realidad que siempre había estado filtrada por su presencia: la situación real de mi familia, mi desorden interno, la vida laboral verdadera, la libertad abrumadora…

El trabajo fue mi manera de evadirme. Y así pasé por un puesto burocrático en una dependencia pública, por varias escuelas como profesor, por maestro de idiomas e, incluso, por agente comercial de una empresa de tractores y maquinaria pesada. Nada me hacía feliz, en gran parte por mi duelo, pero en gran medida, también, porque hasta ese momento no había encontrado mi pasión en la vida. Decidí alejarme, poner tierra de por medio, para perseguir un sueño que aún no tenía claro y también para romper con ese círculo vicioso en que se habían convertido mis días.

A la distancia valoré a mi familia y a mis verdaderos amigos; a esas personas que están y siempre han estado, a pesar de haberles mostrado mi lado más oscuro. A quienes sin perseguir ningún interés aguantaron mis peores ratos, mis malos humores, esa tristeza que me envolvía como una nube gris que no me permitía ver el sol que resplandecía detrás de ella. A la distancia, entré en contacto por primera vez con el trabajo en una revista. A la distancia, extrañé como loco las llamadas o correos electrónicos de mi mamá en los que me preguntaba cómo estaba y me daba consejos para cuidar mi salud. Todo cambia con la distancia, con el tiempo, con la muerte…

¿Sería distinta el trayecto que he recorrido si mi mamá siguiera viva? Seguramente sí, aunque no me queda muy claro de qué manera. Durante la última plática seria que tuve con ella, reconoció que el hecho de haberme alejado de casa me había hecho madurar y se mostró muy contenta por ello. Ella sabía que esa distancia, si bien resultaba dolorosa, también era enriquecedora. Ella misma decía que cuando una persona va a morir, hay algo, acaso un instinto, que los hace despedirse de las personas a las que más quieren. “Lucha por alcanzar tus objetivos”, me dijo y sigo pensando que aquella frase fue su despedida.

Si la decisión hubiese dependido de ella, creo que no se hubiera muerto. Si la decisión hubiese dependido de mí o de cualquiera de las personas a las que su muerte nos cayó encima como una roca de peso insoportable, tampoco. A la vida esas cosas le dan igual. Pasa lo que tiene que pasar en el momento que tiene que pasar, le duela a quien le duela, le pese a quien le pese. No tengo el poder de cambiar esos hechos, nadie a quien yo conozca lo tiene. El único poder que si tengo es el de decidir como me afectan y de qué manera enfrento mis circunstancias. Sí, mi vida sería diferente si mi mamá todavía estuviera para aguantar mis malos humores y para decirme que no debo dejar que la vida me amargue; para darme un beso y un abrazo cuando más lo necesito sin tener necesidad de pedírselo; para calentarme las tortillas a la hora de comer; para ser la primera en felicitarme los días de mi cumpleaños; para decirme que me cuide cada vez que salgo de viaje; para tantas cosas que solo ella era capaz de hacer.

Hace nueve años que se murió y hace esos mismos años que comenzó a forjarse la personalidad del hombre que soy el día de hoy. ¿Mejor o peor? No lo sé. ¿Fuerte? Definitivamente, sí. Eso es lo que me ha dejado su partida: mi peor miedo se hizo realidad y fui capaz de sobrevivir. Si yo pude, todos podemos, pues no hay nada que me haga distinto a cualquier otra persona. Eso es lo que ella hubiese querido y lo que me enseñó con su ejemplo durante el tiempo que la tuve a mi lado.


Hoy, estoy en un punto de mi vida en el que siento una plenitud que hace mucho tiempo no sentía y no digo que siempre será así. En ocasiones, la vida nos golpea con toda su fuerza, nos tira al suelo y nos hunde tanto como puede. Así es y así seguirá siendo. Se avecinan más pérdidas, más golpes, más momentos difíciles y no sé hasta que punto voy a ser capaz de aguantarlos. Lo único que espero es que, desde donde esté, sepa que su recuerdo es uno de los motores que me dan fuerza para seguir adelante. Ojalá mis logros, grandes o pequeños, le hagan sentir orgullo de la misma manera que yo lo hago por haber tenido a una madre como ella. No quiero que mis palabras se malinterpreten: si tuviera el superpoder de cambiar el curso de mi historia, lo haría. No lo tengo y no creo algún día tenerlo; ella tampoco lo tenía. Finalmente lo he aceptado y estoy en paz con ella, conmigo y con la vida.

viernes, 10 de enero de 2014

El balance de tres años

He necesitado 1,095 días para retractarme y tragarme mis palabras: le gente sí cambia. O, tal vez, no debo generalizar y simplemente decir que yo he cambiado. Unas veces de un modo contemplativo y otras, a punta de madrazos, he ido descubriendo ciertas verdades que me han ayudado a quitarme cargas de encima. No asumo que son absolutas, pero me han permitido ver las cosas de un modo distinto. Tampoco digo que soy una persona radicalmente diferente, pues eso significaría que he perdido mi esencia y ese no es el caso; me esfuerzo por no dejarme dominar por mis defectos y por fortalecer mis cualidades –quienes me conocen pueden ponerles nombre. De cualquier modo, me he tomado un tiempo para hacer un recuento de las que me parecen son las principales lecciones de estos tres años.


La gente siempre nos sorprende, sobre todo aquella a la que creemos conocer mejor
Los que dijeron que siempre serían solteros, se han casado; las que juraban llegar vírgenes al matrimonio, se han embarazado; los que se juraron amor eterno, se han divorciado; y así puedo seguir con la lista. Eso solo me confirma que, en realidad, la mente humana es un universo insondable. Algunas ocasiones para bien y otras para mal, siempre nos sorprenderemos de las reacciones y decisiones de los demás. Sé que incluso yo he sorprendido a las personas que me rodean. Es por una parte maravilloso, pues siempre podemos descubrir algo nuevo en los demás, pero por otra es aterrador ya que superar las decepciones generadas por alguien que tenía nuestra entera confianza no es tan fácil. “Such is life”, diría mi exjefa.

La vida es una mierda
Esta idea ha pasado muchas veces por mi cabeza en estos tres años. Hay momentos en que las cosas se ven demasiado complicadas y muy probablemente así sea. El secreto está en saber que todo pasa y aunque me dan ganas de madrear a cada persona que me lo dice en esos momentos, es verdad. Además, esos episodios ponen a prueba nuestra capacidad de pedir ayuda o de ayudar a quien lo necesita; algunas relaciones se afianzan y otras se resquebrajan; bien dicen que el hierro se forja al fuego y si sabemos tomar al toro por los cuernos, saldremos fortalecidos con toda seguridad.

Aferrarnos y dejar ir
“Decide quien es imprescindible. Mientras más grande eres, más difícil es hacer amigos de verdad y más necesitas quien sepa quién eres sin que tengas que explicárselo”, es frase de una de mis películas favoritas, Efectos secundarios, y no podría estar más de acuerdo. Así como hay personas imprescindibles, también hay otras que solo nos roban energía y tiempo. A las primeras hay que cuidarlas con esmero y a las segundas sacarlas de nuestra vida. Más allá de una cuestión de conveniencia es una cuestión de salud mental y si dejamos ir a personas, con mucha mayor razón hay que dejar ir cosas. La vida es una constante alternancia de pérdidas y ganancias, de triunfos y fracasos, de alegrías y tristezas; sin las unas, no podríamos valorar las otras. Por suerte, he entendido que mi mayor riqueza está en las personas a las que quiero y que me corresponden; el dinero me da seguridad, pero esas personas, felicidad.

Ser honesto con uno mismo no significa ser un libro abierto
Últimamente, me he convencido de que si todos fuéramos honestos con nosotros mismos, el mundo sería un sitio con menos neuróticos. Enfrentarnos a nosotros mismo, a nuestros fantasmas, a nuestros traumas, es tan difícil que casi todos preferimos evadirnos. Error. Vernos tal cual somos, sin adornos ni poses, cuesta mucho, pero es una experiencia liberadora. Mirarme sin juicios, asumirme, quererme… la experiencia más aterradora que he vivido. Y una vez que logrado, uno tiene la libertad de compartirlo o no. La decisión de abrir la puerta a nuestro mundo interior es sólo nuestra y los invitados tienen que ser elegidos con sumo cuidado. Por último, sólo cuando nos hemos sido capaces de juzgarnos a nosotros mismos, podríamos intentar juzgar a los demás. ¿Algún valiente?

Todo tiene un precio
Los sueños cuestan y sólo quienes están dispuestos a pagar su precio, pueden hacerlos realidad. Todos los días me enfrento a la distancia, a la soledad, a la ausencia de las personas a las que más quiero. Es verdad, me estoy perdiendo de las cosas que ocurren en sus vidas, pero quedarme hubiera significado perderme de las cosas que quería que ocurrieran en la mía. Apenas ayer leí de nuevo una frase que me confirmó que hice lo correcto: “Si tus sueños no te dan miedo, entonces no son lo suficientemente grandes”.

Si algo no te gusta, cámbialo
Pocos tenemos huevos para tomar las riendas de nuestras vidas; es más fácil ser una eterna víctima de las circunstancias. La incertidumbre, el miedo, la comodidad y, en última instancia, la mediocridad suelen mantener a la gente en el lugar en que se encuentran y, muy probablemente, ahí seguirán. Las personas a las que más admiro son aquellas que han hecho de sus circunstancias su mayor fortaleza. “Libertad es la voluntad de ser responsables de nosotros mismos”, diría Nietzche.

Cada quien tiene el amor –y el lugar– que cree merecer
Por el simple hecho de existir, tenemos el derecho de exigir nuestro lugar en el mundo. Por momentos, lo he olvidado y no he sido más que una sombra. Tenemos voz y fuerza para defender nuestra dignidad con uñas y dientes. La gente nos tratará como le permitamos tratarnos y nos amará como le permitamos amarnos. Es sencillo. Tampoco se trata de ir siempre a la defensiva, pero sí de poner límites y de tener claro que es lo que podemos aceptar y lo que no. Cuesta reconectar con esa voz interior, pero, una vez que hayamos logrado escucharla de nuevo, no debemos dejar que nadie más la calle. Si nosotros no cuidamos de nosotros mismos, nadie lo hará.

A la única persona que debes hacer caso es a ti mismo
La gente siempre va a tener una razón para querernos o para rechazarnos, siempre va a tener una opinión de nosotros. Es muy jodido vivir para darle a gusto a los demás. Quienes nos aprecian podrán opinar pensando en lo que es mejor para nosotros, pero la última palabra es nuestra. Eso sí, no se vale chillar. Una de las condiciones de la vida adulta es hacernos responsables de nuestras decisiones y asumir las consecuencias.

No olvides de dónde vienes
Estés donde estés, hagas lo que hagas, llegues a donde llegues, no pretendas ser una persona distinta. Es muy triste ver a personas que se avergüenzan de sus raíces, de su gente, de su historia. La admiración de la gente no se gana con mentiras que, tarde o temprano, terminan saliendo a la luz.

¿Por qué la foto?
Desde que murió mi mamá, mis días de cumpleaños se han vuelto bastante tristes y melancólicos. En 2013 decidí reunir a los amigos que he hecho en esta ciudad. Estuvimos los que teníamos que estar y ahí, en un momento de la celebración, alguien me tomó esta foto. El cigarro sale sobrando, pero cada vez que la veo, me descubro feliz, pleno, libre… así es como quiero que sea mi vida.